El pacará de Segurola, lugar para la historia

Por Horacio Galacho

Los vecinos del barrio saben que en la esquina de Baldomero    Fernández Moreno y Puán hay una plazoleta donde crece un famoso pacará o timbó que se proyecta sobre la vereda. Este árbol proviene de las semillas de otro que, en el mismo lugar, cobijó al canónigo Saturnino Segurola (1776-1854), cuando se ocupaba de aplicar la vacuna antivariólica a la población de la zona.

Esta es una interesante tradición que es puerta de entrada a no menos de tres historias: la del propio pacará, la del cura benefactor del barrio y la de la vacuna. Hoy analizaremos esta última para dedicarnos en una próxima nota a la vida y la obra del destacado sacerdote.
La viruela era para fines del siglo XVIII una enfermedad de cada vez mayor difusión. Esto se debía a que la población del mundo estaba creciendo mucho más que antes y las medidas necesarias para la conservación de la salud pública aún no habían comenzado a aplicarse. La viruela afectaba a todos los niveles sociales, tanto a los que vivían en las urbes como en el campo y tanto a los blancos como a los negros y (más que a los demás) a los indígenas. Se manifestaba con fiebre alta y con una erupción en todo el cuerpo que derivaba en pústulas que al evolucionar generaba llagas y costras que finalmente se caían. El 30% de los enfermos moría y los sobrevivientes quedaban marcados por el resto de sus vidas con las cicatrices que dejaban las pústulas.
En el Río de la Plata las epidemias de viruela eran tan frecuentes como en cualquier otra parte. En los años anteriores a la intervención de Segurola y sus colegas el mal había asolado a la población en 1774, 1780, 1792 y 1794. En esta última, una de sus víctimas fue el joven Mariano Moreno (había nacido en 1778), desde entonces reconocido como “picado de viruelas”. Pero como solía suceder en esta época de medicina rudimentaria no sería esta la única afección que sufriría en su corta vida. Pocos años después el reumatismo dañó su corazón, y cuando subió al barco donde moriría (¿asesinado?),ya sus probabilidades de supervivencia eran muy reducidas.
En esos tiempos el pobre arsenal médico contaba, sin embargo, con un procedimiento preventivo contra la viruela que se conoce como variolización. Ésta  consistía en tomar muestras del contenido de las pústulas de los infectados e inocularlas a personas sanas que, entonces eran afectadas por una forma benigna de la enfermedad. Esta práctica de origen oriental y milenario fue introducida desde Turquía en la aristocracia británica hacia 1718 y para la segunda mitad del siglo XVIII ya estaba difundida por todo el mundo. Hay referencias sobre su aplicación en América: México, Perú, Chile y aún el Río de la Plata.
Al borde del nuevo siglo surgió el aporte de Eduardo Jenner (1749-1823) un médico rural del condado de Gloucester, Inglaterra. Jenner observó que los campesinos que se habían contagiado la viruela que afectaba a las vacas (similar a la humana, aunque no es la misma), sufrían la afección de manera benigna y no contraían posteriormente la enfermedad. En 1796 corroboró esto tomando material de las pústulas de una granjera infectada por la viruela bovina e inoculándoselo a un niño de 8 años. A la semana el chico sólo presentó algunos malestares y cuando unos días después le inoculó viruela humana, no desarrolló la enfermedad.
Fue una experiencia de una audacia que hoy no se permitiría a ningún investigador, pero nada comparada con lo que implicaba la práctica de la variolización. Por lo demás, tanto en la vacunación de Jenner como en la variolización se trataba de aplicar conclusiones que resultaban de la práctica cotidiana. Faltaban ochenta años para que Pasteur descubriera que las enfermedades son producidas por microorganismos y mucho más para establecer la existencia de los virus como el que causa la viruela.
En las vacunaciones posteriores no faltaron los fracasos y la trágica pérdida de vidas; además, la academia científica británica conocida como Royal Society rechazó la idea, el público se mostró reticente y la prensa le dedicó caricaturas y burlas. Sin embargo, la vacuna se extendió por toda Inglaterra y el resto de Europa impulsada por el propio Jenner y por otros médicos amigos y competidores que abrazaron la causa de la vacuna llevados por sentimientos humanitarias o por ambiciones personales. En cada caso se intentaron diversas modificaciones al procedimiento y se hicieron ensayos para comprobar si las vacunas elaboradas con las vacas locales tenían las mismas propiedades que las británicas.
Este fue  el comienzo del camino que llevó los virus vacunos de la lejana Gloucester hasta la sombra de un árbol de Parque Chacabuco.

 

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